Viaje al mezcal mixteco

Inés y la mina escondida


 

La mezcalera Inés Sánchez López es una mixteca como las de antes: gente de campo y, más aún, de monte. Sabe trabajar la tierra, cultivarla y aprovechar lo que le da la naturaleza. Su oficio ancestral, como ella le dice, se lo demanda. Lo heredó de sus abuelos, Pánfilo López y María López,  y ya le pasó el gusto a su hija, Guadalupe Cruz Sánchez.

Provenientes de San José Río Minas, agencia del municipio de San Pedro Teozacoalco ─el del mapa del siglo XVI─, distrito de Asunción Nochixtlán, que se encuentra en lo profundo de la Mixteca, esta madre e hija que han venido a la ciudad de Oaxaca a participar en el segundo encuentro estatal Maestros del Mezcal, instalado a un lado del templo de Santo Domingo, pertenecen a una tradición que hasta hace poco hubiese pasado inadvertida: la de las mujeres mezcaleras, como Graciela Ángeles Carreño, de Santa Catarina Minas, Ocotlán de Morelos; y Sósima Olivera, de San Miguel Suchiltepec, San Carlos Yautepec, quienes figuran ya a nivel nacional e incluso internacional; pero también de otras que la historia misma mandó al olvido: la tía Leonor,  habitante del rancho Morelos de Santa María Magdalena Jaltepec, digamos.

Igual que relegó a la Mixteca la normatividad oficial, pues no obstante la cultura y tradición que tiene al respecto, carece de una Denominación de Origen Mezcal que, sin embargo, su historia le ha conferido y mantenido: por usos y costumbres, diríase.

Nombrado así porque en el pasado los españoles extrajeron un mineral muy pesado y lavaban oro, San José Río Minas está enclavado entre Pedregales, como le llaman a sus cerros y lomas, el Amole y la del Tepehuaje, por ejemplo: “vivimos en un lugar muy seco”, señala Inés, aunque luego aclara que, “como dijo el señor en el micrófono,  por eso mismo el maguey papalometl es muy dulce” ahí. En la agencia “somos como 350 personas, desperdigadas en rancherías” lejanas; tanto, que “algunos niños tienen que caminar una hora para ir a la escuela”.

Eso platica Inés, mientras Guadalupe ofrece papalomelt y arroqueño a turistas extranjeras que toman fotos pero no mezcal; hipsters que van con la moda; artistas y periodistas oaxaqueños con corazoncito ayudador o rescatador; visitantes a un encuentro que organiza un concurso sin mucho sentido, porque los bebedores finalmente se van con el mezcal que les gusta o el de su región preferida; alguno que otro “máster mezcalier” de teoría que no rifan con las mezcaleras de oficio; y una fauna variopinta no exenta de depredadores, charlatanes y aventureros, en una postal que registra una nueva escena citadina del mezcal: inverosímil de imaginar unos años atrás, si se piensa en el ámbito y la cultura de donde es originario.

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En Nochixtlán subo a la caja de la camioneta acondicionada para pasajeros, me gusta ir aquí, de pie, porque cuando toma rumbo por la vieja carretera a la ciudad de Oaxaca pega el viento limpio en la cara, ve uno cómo levantan el vuelo los zopilotes que picotean los restos de los cadáveres de animales aplastados en el asfalto, el cerro reforestado con pinos, el cielo claro y las nubes realmente blancas y, ya camino a Jaltepec, las lomas de palma de monte con la que hacen tenates y sopladores, el paso por el “Mogote”, el mítico cerro de 6 Mono de Añuti ─o Añute─ o Nana Luisa, reina y diosa mixteca de otros y estos tiempos, y la entrada al pueblo, siempre cargada de una sutil emoción.

Bajo en el centro de Jaltepec: es sábado, día de plaza. Voy dispuesto a comer una “masita”, un platillo hecho con base en la grasa de la barbacoa de borrego y  maíz resquebrajado, aderezado con una salsita especial y jugosas tiras de carne, además de tortillas de trigo, tradicionales aquí; pero, antes que nada, saltando de la camioneta, echo una mirada a la esquina donde sé que, como cada ocho días, se pone uno de los hermanos Carrizosa con su mezcal de Teozacoalco: espadín y papalometl.

No voy a hacerme el experto en mezcal ante un palenquero, simplemente pregunto a cómo está. Nada de que si es espadín o papalometl, que el aroma, el cuerpo, el sabor afrutado y demás poses más bien hipsters que aquí da pena de sólo pensar en que se escenifiquen.

─Primero pruébelo─ me dice el hombre.

Tomo el vasito de plástico de una onza. Acabo y pido del otro, ese ya a siete pesos la copita. Me sigo con uno más. El litro de espadín está a 80 pesos y el de papalometl a 150.

En otros tiempos, cuando iba al rancho Morelos, el de mi madre, distante 12 kilómetros de Jaltepec, a donde pertenece, siempre hablaban de “La Montaña”, es decir, de pueblos como San Pedro Teoazacoalco, San Miguel Piedras y Yutanduchi de Guerrero, de cuando en sus años mozos el tío Celso iba a vender allá petates y tenates y traía caña de azúcar morada, pero fue recientemente que noté que se quitaban el sombrero cuando hablaban del mezcal de esas tierras.

Hace poco tiempo también, en el año 2004, percibí que en Jaltepec comenzaba a gustar más el mezcal, el de Teoza, precisamente, que el histórico aguardiente: el de los famosos “amargos”, curados con ruda o itamo real, por ejemplo.

Aunque no en el caso de la tía Leonor, hoy habitante de la ranchería Morelos pero nacida en la colindante de San Miguel, quien, cuando le presumí e invité mezcal Real Minero, el de la familia Ángeles de Santa Catarina Minas, me dijo que no le gustaba el mezcal: “porque es muy  escandaloso”, me explicó. Ella prefería su discreto aguardiente.

Sorprendido, apenado, más bien, cuando me jactaba de ser conocedor de mezcal, en esa misma plática descubrí que su padre había sido palenquero y que ella aprendió los procedimientos: “si quieres te enseño”, me dijo. La tía Leonor había sido mezcalera.

Por pláticas familiares, sé que en el rancho Morelos se hacían palenques eventuales, muy probablemente a la orilla del río Blanco, que es el que hasta la actualidad surte de agua limpia a la población. El maguey cocido se fermentaba en cuero de toro y luego ahí mismo se destilaba en ollas de barro: fue una tradición que se extinguió ahí y en otras zonas aledañas. No así la del pulque, del cual hay dos excelentes en toda la región: uno de maguey blanco y otro de maguey verde.

El de maguey verde lo probé en el caserío aledaño a la zona arqueológica de Cerro Negro, Tilantongo, la llamada cuna de la Mixteca, a donde, por cierto, un día de 1936 arribó Alfonso Caso en busca de correspondencias históricas con Monte Albán, instaló un campamento en el rancho Morelos y tuvo como jefe de mozos para sus expediciones al tío Celso; ahora el que llega ahí, a Cerro Negro, es el investigador holandés Maarten Jansen ─autor, junto con Gabina Aurora Pérez Jiménez, del libro La dinastía de Añute: Historia, literatura e ideología de un reino mixteco.

Acompañado de Pedro Trinidad y unos primos, nativos del rancho, un día de hace años fui caminando de Morelos a Tilantongo y luego a Cerro Negro, atravesé lomas y montes durante cuatro horas, al final subí la empinada cuesta, guiado por dos topiles, que me llevó a la zona arqueológica. La segunda vez, tomé un taxi colectivo en Nochixtlán.

Por una carretera pavimentada, precaria,  serpenteante a veces, se pasa por Jaltepec, luego por Morelos, que colinda con Tilantongo,  y, en la desviación a este pueblo, se puede ver que para Teozacoalco faltan alrededor de 70 kilómetros, como dos horas sobre terracería.

“Estamos muy escondidos”, me dice la mezcalera Inés Sánchez López. Si es por la Mixteca alta, hay que ir “de Nochixtlán a a Jaltepec, de Jaltepec a Teozacoalco y de Teozacoalco a San José Río Minas”. Por El Vado, rumbo a Sola de Vega y Puerto Escondido, hay que tomar el autobús a San Pedro el Alto, “si lleva pasaje hasta allá, llega, si no, no”, hace como ocho o nueve horas, pasa Yucucundo, Infiernillo, Río Minas y acaba en San José.

Aunque formalmente lleva 30 años como mezcalera de los 53 que tiene, desde muy pequeña, a los seis, ya arriaba el burro y ayudaba a sus abuelos en el palenque: “que pásame una piedra, esa penca de maguey, ese leño pa’l horno”, e incluso “acarreaba piñas”.

A los 23 se casó con Enedino Cruz Bravo y empezó a manejar su propio palenque, que está como a 600 metros del centro de la agencia, donde vive, al lado de la barranca Sabino: El Alegre, lleva por nombre, porque ella siempre está ahí cantando.

En El Alegre machacan el maguey cocido en canoa y con mazo, fermentan en tinas de madera de sabino y destilan en ollas de barro sobrepuestas; para que corra el agua de la barranca sobre el consabido cazo de cobre, utilizan codos de carrizo y quiote de maguey. Cultivan espadín en tierra buena, de joya; el arroqueño, el cual madura ahí en alrededor de 13 años, en besana; el “mexicano” y el papalometl son silvestres, se dan en los Pedregales.

“Que somos una mina escondida” en cuanto al mezcal, “nos han dicho”, enfatiza Inés Sánchez López, esta mujer mezcalera que ha venido al encuentro citadino de la bebida desde lo profundo de la Mixteca, y uno se queda pensando el arma de doble filo que ello significa ante el tsunami de depredadores, de gobierno y privados, disfrazados y no, que la moda y el mercadeo del ramo ha generado.

Aunque, informa Inés, los mezcaleros de la zona ya crearon la asociación Agua Blanca para impulsar la correspondiente Denominación de Origen Mezcal y la creación de marcas propias a fin de proteger su cultura ancestral.

Renato Galicia Miguel/Nación Mezcal

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